Paseando por el centro de alguna metrópoli, alguien de mi trabajo me reclamaba por no haber utilizado un local comercial, donde ya había llegado otro negocio de "paracaidista". El "local" no era mucho más que el espacio de un aparador, con una puerta deslizante de vidrio.
Luego de eso, sentado en la banqueta de una calle empaquetada de gente, Javier Alatorre, con un traje roído, ofrecía sonriente las pasas que rebosaban del plato hondo que sostenía, al tiempo que bromeaba en inglés con los transeúntes.
El vagabundo sin gracia sentado a su lado solo ofrecía dos o tres de sus almendras a la vez.
Y esto fue lo último que soñé anoche.