Ya había caído el sol cuando, en nuestro camino para llegar al Parque Yoyogi, pasamos por la calle principal de Harajuku (原宿), el barrio de las modas juveniles "estrafalarias".
Montones de tiendas de moda compiten por la atención del tumulto de jóvenes que saturan la calle peatonal.
Evidentemente, este es el lugar para para conseguir y para lucir las vestimentas que pueden también verse en los ánimes y en otros productos de la cultura juvenil nipona. Aquí, un escaparate con vestidos de maid.
Lo de hoy: ropa chillante, combinaciones exageradas, quizás al estilo de los ochentas.
Entre las vestimentas, en primer plano a la derecha, el uniforme escolar de las heroínas de
Evangelion.
Mi novia Hiroko y un servidor.
Íbamos de prisa y la gente también, de modo que me resultó un tanto difícil tomar las pocas fotos que tengo disponibles de esta área. Espero poder explorarla con calma en alguna próxima visita.
Me costó mucho trabajo tomar esta foto... la lolita fue bastante elusiva. De bonus, una peluca azul-moradosa a la izquierda... bueno, creo que es peluca.
Al fin llegamos a la vera de la estación Harajuku del tren y, con ello, a la entrada del parque Yoyogi... solo para enterarnos de que el parque cierra temprano. Fue un tanto frustrante.
Por lo menos intenté tomar una foto incospicua de la entrada del parque, pero con tan escasa iluminación, los resultados no fueron muy positivos.
Cerca de este punto encontré otro estereotipo frecuentemente citado en mangas y ánimes: los
boosookozu, los pandilleros vestidos con
grandes sacos, peinados gigantescos y cubrebocas. Vienen a ser el equivalente japonés de las "biker gangs" de origen gringo. Se veían bastante ensimismados en sus jaleos, sin ser realmente violentos, aunque ciertamente un tanto más ruidosos que el típico japonés. Con todo, sí me dio cosa tomarles foto, así que esas se las debo. (Por cierto, los peinados gigantescos que parecen tubos... son reales.)
En fin, tras la foto del recuerdo, se hizo evidente el cansancio y, sobre todo, la necesidad de irnos ya por nuestras maletas y luego a tomar el camión que nos alejaría de la gran urbe.
Cenamos en una cafetería Tully's cercana a nuestro hotel, donde por fin me comí mi panecito con sabor a té verde, acompañado de... más té verde. Porque, si no era entones, cuándo.
Recogimos, pues, las maletas (que nos habían hecho el favor de guardar en el hotel) y ahí vamos a buscar la estación del autobús. Al no ser éste el medio de transporte preferido del japonés, terminamos encontrándonos no en una estación de autobuses en sí, sino en el edificio
Shinjuku Sumitomo, muy cercano a donde anduvimos en
la mañana del día anterior.
Tomamos un autobús de
Willer Express, una empresa relativemente reciente, con enfoque en los viajes económicos y cierto énfasis en el turismo extranjero. Hiroko me comentó que el costo de nuestros boletos fue de aproximadamente una tercera parte de lo que habrían costado en otras líneas (ya ni hablar del tren). Como, al haber poco presupuesto, el ahorro es prioritario, aceptamos el pasaje con gusto.
Llegar al edificio fue un poco engorroso con las maletas que traíamos (y el incesante trajín de la gente). Una vez en el edificio, nos perdimos; encontramos el lugar de donde salen los camiones, en una entrada del edificio que da a un patio resguardado...
...pero no encontramos el lugar para hacer "check in". Hiroko tuvo que ir al baño en ese momento, así que me quedé ahí afuera, con las maletas, esperando.
Pasó entonces algo muy interesante. Un automóvil llegó a dejar a algunas personas, que entraron por la puerta por donde yo había salido hacía unos momentos, y salió (no sé de dónde) una persona con todas las características de una
señorita japonesa tradicional: kimono, sandalias de madera, maquillaje que blanqueaba su cara, andar moderado, sonrisa y cortesía. Cuando hubo atendido a las personas que llegaron, me notó y acudió hacia mí, con intención de ayudarme.
"I don't speak japanese", y ella tampoco hablaba inglés... pero aún así se quedó ahí, observando con suma cortesía los intentos que hacía por explicarle a dónde quería llegar. "Willer", le dije, y eso le hizo entender. En realidad, todavía no quería irme de ahí, pues estaba esperando a Hiroko, pero afortunadamente me la encontré en el camino: la señorita muy japonesa nos guió personalmente hasta el mostrador de la empresa.
Si acaso hubiera dudado durante ese día si los valores tradicionales japoneses siguieran vigentes en la actualidad, en ese momento habría tenido mi respuesta, en la forma de un ángel de la guarda, todo amabilidad y cortesía.
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Tomar un Willer sí es muy barato. La experiencia, sin embargo, es mucho más parecida a tomar un avión de clase ultraeconómica, y sorprendemente parecida a la de Viva Aerobús en su hub de Monterrey.
Llegamos y presentamos nuestros boletos, comprados electrónicamente y previamente impresos en el hotel. A partir de ahí, fuimos conducidos a otra sala (otro local del edificio) donde los asientos que había ya estaban ocupados, así que hubo que sentarse en el piso, vigilando el equipaje. Poco a poco, el recinto se fue llenando de pasajeros, todos con el mismo destino que nosotros: aparentemente, Willer organiza a varios camiones con el mismo destino y los hace partir en caravana, acaso para mayor seguridad.
Muchos de los pasajeros eran jóvenes; divisé a una que otra familia. Hasta ahí, realmente, todo bien.
A la hora de abordar nos hicieron formarnos en filas, según nuestro número de autobús asignado. Las filas avanzaron no muy rápidamente. Aún así, era vital no quedar muy rezagado, pues los asientos *no* están asignados, hay que buscar el propio. Al fin pasamos, caminando un trecho (incluyendo escaleras) y cargando el equipaje (que ya a estas alturas, no nos parecía ligero). Me sorprendió subirme al camión "por el otro lado".
Ahí fue cuando llegó el verdadero problema.
No quepo. Para la anatomía japonesa, acaso este espacio es corto, pero soportable. Pero mis piernas (ay, mis pobrecitas piernas, con todo y su ciática) cómo sufrieron esa noche.
Además, el Willer (¿acaso todos los camiones allá?) tiene una serie de reglas. El conductor debe haber pasado unos 10 minutos explicándolas. "En 5 minutos se apagarán las luces... para entonces, por favor, no hable ni haga ningún ruido... prohibido usar el celular... habrá algunas paradas para ir al baño (el camión no tiene baño), favor de avisar, pues el camión se puede ir rápidamente... no abra las cortinas para no perturbar a los otros pasajeros... etc. etc."
La vecina del asiento trasero se quejó de que reclinara yo mi asiento los 10 cm. que esto era posible. Así pues, apagadas las luces (y ciertamente no de buenas), hice todo lo posible por dormir. A la mañana siguiente estaríamos comenzando la segunda parte de nuestra visita a la tierra nipona.