Junto a la anticipada semana, la cual cayó como un respiro a muchos, la empresa nos dio un regalito. Sería algo especial, de edición limitada, como siempre; algo que tiene más valor por haberte tocado, por haberlo merecido, o al menos por haber estado en el lugar correcto y en el momento correcto.
Dado que casi todos trabajamos remotamente, la logística fue mucho más complicada que en el resto de las (ahora contadas) ocasiones en las que nos ha tocado recibir algo así; usualmente uno va a algún lugar dentro de la oficina y ya. Esta vez tuvimos que confirmar nuestra dirección de envío con semanas de anticipación. Se nota que le echaron ganas.
El más cínico podrá decir que es solo una pieza de publicidad interna; que están comprando nuestra preferencia por otras opciones de trabajo, sobre todo dado el mercado laboral actual. Yo no creo que sea así; en el esfuerzo se nota la intención.
Tal vez por eso hubo tanta emoción con respecto al detallito. Algunas personas comenzaron a recibirlo; sus mascotas se metían en las cajas y eso se volvía una foto para el Slack interno. Comenzaban a llegar pistas de qué sería el regalo. A mí de plano me revelaron qué era el viernes pasado, justo antes de las vacaciones.
El regalo fue una cobijita. Está bordada con un motivo derivado del logo de la empresa, pero no parece propaganda comercial. No lo es; en la caja llegó también una nota de agradecimiento de los dos líderes más visibles de la empresa. Muy buen swag.
Me llegó el lunes.
Ese lunes, por la mañana, recibí otro regalo de lo más inusitado.
No quise hacerle ruido a Hiroko, mi esposa, quien no tiene vacaciones y por lo tanto podía beneficiarse de algo de paz y quietud en sus cursos de cada lunes, miércoles y viernes. Los mismos cursos y otras actividades le requieren mucho tiempo de preparación, al punto que nuestros días transcurren conmigo en la sala y ella en la recámara, cada uno en sus estaciones de trabajo; las rutinas solo se interrumpen para las actividades que derivan en comer y en descomer.
En atención a eso, salí temprano. Yo soy una persona más bien de casa; desde niño he sabido entretenerme solo, y desde hace mucho eso significa estar pegado a la computadora, ya sea jugando, programando o una combinación de las dos. Para esta semana me planteé un proyecto de programación recreativa desde el domingo. Sin embargo, para ese lunes tenía un destino en mente: la Biblioteca de Ciencias de la Tierra de la UC Berkeley.
Verás: desde el pasado agosto, Hiroko y yo nos mudamos al centro-norte de Oakland. Es un área bien comunicada, llena de restaurantes y accesible por transporte público. El campus de Berkeley nos queda a escasa media hora; como muchas de las universidades norteamericanas, es un lugar amplio, verde, vibrante, lleno de estudiantes con caras frescas y futuros brillantes. También es un lugar abierto a la comunidad: la única razón por la que no había entrado a esa biblioteca antes es porque, cuando Hiroko y yo la descubrimos en uno de nuestros paseos de fin de semana, estaba cerrada.
Pero ese lunes estaría abierta desde las 10 am. A esa hora ahí estaba yo, mochila al hombro, poniendo una máscara de confianza ante la aprehensión de transgredir un lugar al que aún no sabía si sería bienvenido, yo, miembro del público en general. Seguramente mi sola presencia hacía que el promedio del IQ de ese edificio bajara varios puntos.
Entré sin parpadear. La recepcionista solo me dijo hi.
Tras la modesta área de entrada se esconden los libros. Miles de ellos, ordenados en tantos anaqueles que no caben en la sala como tal: necesitaron montarlos en rieles para poder deslizarlos, abriendo y cerrando pasillos cuando se necesita un ejemplar en particular.
Disfruté estos libros, menos como textos y más como un día en un museo.
Recordé lo mucho que me gusta la sensación física del libro: poder abrir la mente a nuevas experiencias que otras personas han recopilado y plasmado para ti, el lector. El regalo de esa información, que puede valer muchas veces el costo de un ejemplar. El esfuerzo de los editores, de quienes crearon la tinta, el papel. Los árboles.
Y también recordé por qué amo la cartografía. En cada mapa, una intención: una manera de ver el mundo, una editorialización intencional para resaltar una cosa o la otra: para acompañar y deleitar a un turista en una ciudad nueva, para informar y resaltar los logros de una empresa internacional, para generar conciencia y acción sobre el tráfico de personas o los efectos del cambio climático en una gráfica impactante... y a veces, solo para que el cartógrafo se exprese a sí mismo, mostrándonos una ventana a sus propios mundos.
Salí, pues, agradecido. Muy agradecido.
Ese regalo fue bienvenido pero, de alguna manera, planeado. Lo interesante llegó después del almuerzo.
Tras una breve comida estilo estudihambre al norte del campus, decidí visitar una tienda de té en el centro de Berkeley. Esto me llevó en una breve caminata por un lado de la universidad que aún no conocía. Como es costumbre, abracé mi lado turista y puse la cámara a funcionar.
Si algo amo de salir a caminar es descubrir lugares que puedan convertirse en buenas fotos. Las ciudades norteamericanas tienen muchos de esos. En el campus de Berkeley, en especial, edificios de diferentes arquitecturas se combinan a diferentes niveles conforme el terreno escala desde el centro de la ciudad hacia las lomas del oriente. Diversos árboles, monumentos y pasajes complementan el escenario.
Ya para salir del campus, tomé un par de fotos más.
La persona que aparece al fondo de la segunda foto notó mis fotos. Nos encontramos mientras yo bajaba las escaleras y él subía. Hey bro, take another picture of me!, dijo.
Pensé en evitar una confrontación y procedí a ignorarlo. No es como que le tomé una foto a él; solo sucedió que salió al fondo de la foto. Ya me ha pasado antes.
Pero insistió. Hey bro, over here! Take a picture of me and send it by email!
Volteé. El muchacho sonreía. Aunque esto era de lo más raro, decidí hacerle caso.
Se sacó la chamarra y la camiseta. Sendos tatuajes enmarcaban su cabeza hacia los pectorales. Procedió a posar. Clic, clic, clic.
El personaje estaba extasiado. De alguna manera, yo también me subí a ese tren de "alta energía". Le gustó, sobre todo, la foto con blur que tomé por accidente.
Mientras él se ponía de nuevo su ropa, yo creaba el correo a toda prisa en la torpe interfaz del celular. En eso, el muchacho tuvo otra idea. Me tendió su chamarra. "Mira, póntela."
Imaginé que la idea era tomarme una foto con ella para que viera cómo me quedaba. Yeah! It fits better in you!, dijo. Me tomé la foto estilo selfie...
...mientras el muchacho se iba.
- You don't want your jacket? - le grité.
- It's yours now! It's okay! I just got it today! - me respondió, corriendo ya hacia su próximo destino.
Y ahí quedé yo, aturdido. La interacción completa había durado un par de minutos. "¿Qué carajos acaba de pasar?" fue la única cosa en la que pude pensar mientras, aún un tanto eufórico, caminaba hacia la tienda de té.
Una chamarra sin mangas, de marca fina. Su anterior dueño me la dejó en un momento de euforia. Was he high in life? Prefiero pensarlo así.
En la tienda de té me quité la chamarra, en parte por el agradable calor del mediodía y en parte porque esta prenda de ropa irradiaba loción. Tal vez eso es deseable para una persona que quiere ser mirada y que exude confianza en sí misma... pero ese no soy yo.
Aún así - pensaba mientras trabajaba en mi proyecto y tomaba un té negro con fresa - esto había sido excepcional de varias maneras.
Visto de una manera fría y (de nuevo) cínica, esta fue la chamarra más barata que he conseguido en mi vida: unas cuantas fotos, un correo y dos minutos de interacción. Pero en realidad no estaba buscando comprar una chamarra, ni mucho menos.
¿Por qué había sucedido esto? ¿Qué orilló a que este perfecto extraño se desnudara el torso, le pidiera fotos a otro extraño y en respuesta le regalara su chamarra? Lo primero que pensé es que tal vez no tendría frío. Y dijo haberla conseguido ese mismo día; aún era temprano, ¿habría ido a comprarla como primera cosa en la mañana... solo para deshacerse de ella? Aún más, ¿por qué yo? ¿Era realmente porque, en un impulso, decidió que esa chamarra se me veía mejor a mí que a él? ¿En su mente, estaba haciéndole una caridad a un inmigrante cuarentañero con pobre sentido de la moda? ¿O simplemente fue... porque sí?
Gracias a Dios tengo suficiente ropa en el clóset; una chamarra más (o menos) no impactaría mi habilidad para combatir el frío del Área de la Bahía. Pero esta persona no lo sabía; tal vez eso también estaba dentro de sus cálculos, sin yo saberlo.
El hombre nunca respondió al correo donde le mandé las fotos. Thank you for the jacket!, le dije. Al final, no obstante qué había qué pensar, esa fue la única respuesta definitiva.
Agradecimiento.
Regresé a casa poco después para ayudar a Hiroko con unas cosas. Le conté lo de la chamarra. Se sorprendió tanto como yo... y al igual que yo, notó la cualidad casi radiactiva de la loción impregnada en ella.
Decidí lavarla con agua fría más adelante en la semana.
En la noche, Hiroko sintió un olor vomitivo emanando de algún lugar del baño. Le había hecho marearse. Malas vibras, dijo.
Se decidió que la chamarra pasaría la noche en el balcón y luego yo me desharía de ella.
Hoy, miércoles, tras una noche de ligero desvelo trabajando en mi proyecto recreativo, salí de casa, mochila en la espalda y chamarra al brazo. La idea: encontrar un lugar para desayunar con buen café para seguir programando; tal vez caminar o descansar en algún parque; comer en el centro de Oakland o en algún otro lugar y regresar pasando por el supermercado. En el trayecto, de alguna manera me desharía de esa chamarra.
Me di cuenta de que el regalo se había convertido en una especie de peso. La prenda había pasado un día y una noche abandonada en un balcón, como un paria; yo tenía la idea de que tal vez la brisa marina le quitaría un poco de su olor. Ahora quería encontrar alguna manera para donar esa chamarra, de tal manera que pudiera servirle a alguien como no me serviría a mí.
Anoche había buscado alternativas. La opción más segura sería visitar una tienda de segunda mano que aceptara donaciones, de esas que existen en las zonas urbanas para que los que tienen mucho puedan sentirse bien por dejar algo de sus sobras o inutilidades, los que tienen poco puedan conseguir lo que puedan a la altura de su presupuesto, y el intermediario se quede con alguna modesta utilidad mientras proporciona esa conexión en la comunidad. He donado ropa a esos lugares, pero dado que no dispongo de un automóvil y no me queda ninguno a la mano de mi casa, no pude encontrar alguno que me fuera práctico para hoy (y hacer una cita para donar una sola chamarrita me parece un tanto... excesivo).
Oakland es una ciudad de grandes contrastes. A veces me siento en México gracias a (o por culpa de) ellos: grandes avenidas, lujosas casas, Teslas y cafés de moda conviven con pavimentos desmenuzados, gritos a las tres de la mañana, vagabundos en diversos estados de salud mental y el regular boletín de violencia en alguna esquina no tan lejana. Mi edificio de departamentos resulta estar en una zona de transición, justo entre el popular y chic Temescal y la colonia de Pill Hill, donde los hospitales y las casas de alcurnia se alternan con zonas llegadas a menos y poblaciones flotantes. Hay una colonia de campamentos bajo el paso a desnivel de la interestatal 580; esa era mi otra opción... y una a la que no quería recurrir.
No me da miedo pasar por ahí. Pero admito que siempre paso por la otra acera, y que la vibra del lugar no es muy buena en general. Es uno de esos lugares donde me gustaría poder saber qué hacer para realmente hacer una diferencia, pero soy demasiado cobarde para acercarme por mí mismo, y aún más considerando que de por sí soy tímido para acercarme a personas extrañas en situaciones diferentes. Es un temor que había logrado conquistar hasta cierto punto en mi pasado, pero aún así regresa en tiempos y circunstancias específicas ahora en mi adultez media. O puede ser solo un pretexto.
Como sea, chamarra en mano, caminé desde mi casa hacia el sur.
No necesité llegar al paso a desnivel. En el siguiente semáforo, una persona estaba sentada en la banqueta, usando un poste como respaldo. Probablemente 40 o 50 años. Su ropa se veía desgastada pero aún no raída. Su porte, cansado. A su lado, sus pertenencias.
No parecía estar preparado para la noche.
- Hey, do you need a jacket?
- Sure, I can use one!
Había podido encontrar una persona para la cual la posesión de esta chamarra podría haber significado una verdadera defensa contra el frío. No le importaría el olor; quizás le guste la loción. Si no le queda o no la necesita, puede intercambiar la chamarra por alguna otra cosa que sí necesite.
Fue un intercambio breve y sencillo. En algún momento sentí culpa: ¿era simplemente que estaba yo usando a un indigente como un bote de basura personal, como cuando uno deja donaciones en estas tiendas de cosas usadas para sentirse un poco mejor consigo mismo? Puede que sea así. Pero también pude hacer una diferencia en el día de otra persona, mirándola y ponderando su situación sinceramente antes de decidir, y mi acto fue recibido con ojos sinceros y agradecidos.
Agradecimiento. ¿No era ese el tema de la semana?
Para mí, aquí se cierra mi historia con esa prenda de ropa; acto seguido vine al café que acabo de descubrir. Estuve escribiendo esto mientras me tomaba un latte del tamaño de un tazón pequeno de sopa. Pero para la chamarra, la historia continúa en las manos de una persona más.
Mientras me tomaba mi tazón de café, aún con el desvelo encima, noté algo. Mi regalo de hace un par de horas y el regalo de ese extraño tatuado del lunes son actos paralelos. Creo que no fui yo quien hizo una caridad: mas, al darle la chamarra a un indigente, logré extender el acto de caridad del fotogénico extraño del lunes - y le di a la chamarra misma una oportunidad para ser útil.
Al igual que el swag de mi empresa, obtuve la chamarra por estar en el lugar correcto, en el momento correcto, y por hacer la cosa correcta (trabajar en un caso, tomar una foto en el otro). A diferencia de ese swag, no siento haber merecido esa chamarra; no puedo recibirla con el mismo sentimiento de pertenencia. Sin embargo, igualmente hay gratitud.
He aquí lo interesante sobre la gratitud. No se puede dar. Lo que se puede dar, sin embargo, es la oportunidad de sentirse agradecido.
En lo que a "semanas de agradecimiento" van, creo que esta va por buen camino.
Y a ti, lector, muchas gracias por leerme.
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