La gallina que cruzó el camino.

En un abrir y cerrar de ojos, estaba pisando ese césped. No supo cómo lo logró - tal vez nunca lo sabría.

Lo que era cierto es que, en un impulso poco común en un ave casera, un ave cuyos especímenes transcurren su vida, generación tras generación, encerrados en los pequeños confines de sus estancias, sin chistar ante la constante vista de la libertad más allá de la malla, y aún así estáticos, viviendo en un estado, quizás, más allá de la certeza y de la resignación.

Esta ave no. Nunca supo cómo, pero estaba fuera. En libertad. Un concepto... tan extraño. Quizás habría sentido miedo, pero no había cómo huir: pues huir significa salir, escapar; escapar significa quedar en libertad, y era la libertad misma la causa de la huida. Quedarse tampoco era un escape, pues inevitablemente moriría de hambre.

O tal vez sí sabía lo que hacía. ¿Caminaba de regreso a su hogar, a su granja, al refugio de la comida segura y el subempleo del gallinero? ¿O en su pequeña cabecita de ave se gestaba alguna revolucionaria idea - hasta ahora solo sugerida por películas cómicas de corte familiar, pero realmente latente desde los tiempos de sus ancestros salvajes asiáticos?

Como quiera que sea, el impulso ahí estaba, ahí estuvo. No importó no poder usar sus alas, ni el aparente riesgo. Una tras otra, sin tiempo al titubeo, las amarillas patas marcaban su ruta sobre el pavimento, contrastantemente negro.

La gallina había cruzado el camino.