Cuando entró a estudiar a la exclusiva universidad privada con una beca del 90%, difícil de conseguir, ya se consideraba afortunado, un "hijo predilecto de Dios" casi casi. Claro que en ingeniería, más de la mitad son becados; entonces, el ambiente es muy diferente a como se lo imaginaba. Como resultado, aunque en su carrera eran solo seis, los de casi todas las carreras (menos Industrial) se trataban como un solo grupo.
Con todo, nunca pensó que podría irse de intercambio. Sin embargo, probablemente nunca más volvería a darse la oportunidad, así que hizo lo posible por irse. Muchas cosas habían pasado ya, de todas formas: un promedio magnífico en un ambiente competido; un ambiente de verdadera amistad que su niño interno, el enlodado y menospreciado, todavía no creía... y ni hablar de su mundo del fin de semana, en la parroquia, en el coro juvenil, a donde había pasado luego de estar en el grupo y del cual lo acababan de nombrar co-coordinador. ¡Liderazgo, él, el que temía, el que en su infancia se refugiaba entre los brazos de su madre si encontraba un hormiguero en su camino!
Sin embargo, todo salió bien, y se fue. Y al irse se repitió aquel primer día del jardín de niños, pero al revés: fue él quien se fue con un aire de esperanza, mientras dejaba a su madre, con los ojos llorosos, al pie de la escalera eléctrica del aeropuerto.
En Montreal conoció la nieve, el idioma francés, las clases en salones gigantescos; la pluriculturalidad, la convivencia en un lugar donde todos son esencialmente únicos, pero todos se respetan su color, credo y creencias (por lo general). Allá supo que su inglés no era tan malo y que su porte cobrizo era inclusive atractivo (también por lo general, aunque tal vez no en su caso particular).
También conoció qué se siente tener otro hogar, otra familia, una familia que el primer día lo acogió y, para su grata sorpresa, hizo que su primera cena canadiense consistiera de frijoles y tortillas. Encontró a otro coro, católico, que cantaba en español y francés en una parroquia hermosa, helada y solitaria... y qué se siente llevar la llama de la fe entre un pueblo que, por buscar la libertad social, ha terminado por congelarla. Por otro lado, y al mismo tiempo, aprendió el valor de la tolerancia, viviendo en una familia activamente protestante. Se decidió por el ecumenismo.
El día de su cumpleaños número 20, no obstante tener un midterm al día siguiente, se levantó de la biblioteca y visitó la catedral de Montreal, distante tres cuadras de la universidad. La encontró imponente y solitaria, pero acogedora. Era una locura dejar de estudiar, pero se aventuró - no todos los días se cumplen 20 años.
Cierta tarde, su papá adoptivo le ofreció su ayuda para quedarse: emigrar de una vez, arriesgarse y tener una vida mejor, así como él lo hiciera hacía ya 20 años. Lo pensó varias veces... si ya estaba allá... ¿qué había qué perder?
Regresó a su tierra un 5 de mayo, dejando muchos más amigos y una promesa de volver. Regresó más flaco, con barba y bigote y un corazón pleno. Bajó la escalera eléctrica y vio a sus padres.
En ese momento tuvo la plena certeza de que había tomado las decisiones correctas.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario