31 oct 2005

microrromance

Y entonces el viajero que seguía a la luna se dio cuenta de algo.

La luna a la que seguía con la esperanza de llevarle un ramo de anhelos, viendo que ella podría necesitarlos, deseoso de que ella quisiera recibirlos... esa luna que desde que vio por primera vez admiró desde su tierra, y viendo un día que el destino era suyo y las nubes la dejaban ver límpida, clara, y al mismo tiempo tan triste...

Bueno, pues esa luna ya tenía una nueva cara.

Era una luna llena, radiante, resplandeciente de felicidad. Más que nunca, el viajero se alegraba con su alegría; el corazón del viajero brillaba también como una perla.

Pero al mismo tiempo, era como si la perla realmente hubiera perforado su corazón. Y ahora sangraba, ciertamente iba sangrando por el camino, y la luz de la luna que lo guiaba de repente seguía hacia rumbos oscuros, que el viajero nunca conoció.

De modo que tuvo que detenerse. Se dio cuenta de que seguía a un espectro. El día era la noche; la noche era el día. Su felicidad estaba alrededor pero él solo miraba a la luna. Ella le miraba igual que a todos sus iluminados: ella, que tan pequeña se sentía y tan grande era.

Hoy la luna brillaba y se sentía intensa: vivía de veras. Y es que ella ya tenía un ramillete de anhelos en la mano; eran primorosos, verdes como la esperanza.

Parado en el camino, con la mano ensangrentada en el pecho, el viajero vio todo esto.

Y, para reír con ella, el viajero tuvo que llorar.

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